Anhelamos la intimidad, pero la evitamos. La necesitamos, pero huimos de ella. En un nivel profundo, percibimos que tenemos una profunda necesidad de intimidad, pero también tememos alcanzarla. ¿Por qué? Evitamos la intimidad porque tener intimidad implica exponer nuestros secretos. Estar en intimidad significa compartir los secretos de nuestros corazones, mentes y almas con otro ser humano imperfecto y frágil. La intimidad exige que le permitamos a otra persona descubrir qué nos moviliza, qué nos inspira, qué nos impulsa, qué nos obsesiona, hacia dónde corremos y de qué huimos, qué enemigos autodestructivos yacen dentro de nosotros y qué sueños locos y maravillosos albergamos en nuestros corazones.
Tener una verdadera intimidad con otra persona significa compartir todos los aspectos de nuestro ser con esa persona. Tenemos que estar dispuestos a quitarnos la máscara y bajar la guardia, a hacer a un lado nuestras poses y compartir lo que nos está moldeando y lo que está dirigiendo nuestras vidas. Este es el mayor don que podemos darle a otro ser humano: permitirle simplemente que nos vea como somos, con nuestras fortalezas y nuestras debilidades, nuestras fallas, nuestros fracasos, nuestros defectos, nuestros talentos, nuestras habilidades, nuestros logros y nuestro potencial.
La intimidad exige que le franqueemos a otra persona el acceso a nuestro corazón, mente, cuerpo y alma. En su forma más pura, es un compartir, completo y sin límites, de nuestro ser. No todas las relaciones valen tal intimidad completa, pero nuestras
relaciones primarias tal vez sí.
¿Qué es la intimidad? Es el proceso de autorrevelación mutua que nos lleva a darnos completamente a otra persona en el misterio que llamamos amor.