lunes, 12 de septiembre de 2011

Desde el principio mismo hasta el final, mirar en nuestro propio corazón para descubrir la verdad no es sólo cuestión de honestidad, sino también de compasión y de respeto por lo que vemos.



La única razón por la que no abrimos nuestros corazones y mentes a los demás es porque activan en nosotros una confusión que no somos lo suficientemente valientes o cuerdos como para resolver. En la medida en que nos miramos clara y compasivamente a nosotros mismos, nos sentimos confiados e intrépidos mirando a los ojos a los demás.
Entonces, la experiencia de abrirnos al mundo comienza a beneficiarnos a nosotros mismos y simultáneamente a los demás. Cuanto más nos relacionamos con los demás, más descubrimos dónde estamos bloqueados, dónde nos mostramos desagradables, temerosos o cerrados. Verlo es una ayuda, pero al mismo tiempo es doloroso. A menudo nuestra única reacción es
usarlo como munición contra nosotros mismos. No somos buenos, no somos honestos, no somos valientes y más nos valdría rendirnos ahora mismo. Pero cuando aplicamos la instrucción de ser delicados y no juzgar de inmediato las cosas que vemos, entonces ese reflejo en el espejo que nos daba tanta vergüenza se convierte en nuestro amigo. Ver ese reflejo se convierte en una motivación para suavizarnos y aligerarnos más, porque sabemos que es la única forma de seguir trabajando con los demás y ser de algún beneficio para el mundo.
Ahí es cuando empezamos a crecer. Mientras no queramos ser honestos y buenos con nosotros mismos, siempre seremos niños. Cuando empezamos a aceptarnos, la vieja carga de la autoimportancia se aligera considerablemente. Finalmente, hacemos sitio para una curiosidad genuina y descubrimos que tenemos apetito por lo que hay ahí fuera.

Pema Chodron