martes, 15 de noviembre de 2011

morir el pequeño yo egocéntrico, neurótico, dependiente o manipulador, sería entonces una bendición y de eso se trata en el proceso espiritual, de morir para renacer a nuestra identidad esencial. Desde este punto de vista nuestro drama no es la muerte, sino el no poder morir a aquello que nos condiciona y nos aprisiona para renacer a la Luz que hemos ocultado tanto tiempo.



El rechazo a la muerte tiene que ver con el miedo a la pérdida de la pro­pia identidad, a entrar en una zona de misterio donde todo lo que fuimos se acaba. Tiene que ver con el fin de aquella trama de: pensamientos, emociones, defi­niciones, recuerdos, roles, circunstancias, relaciones, ideas sobre nosotros mismos y el mundo que llamamos “yo”.

Sin embargo, si todo eso se acabara, ¿dejaríamos de ser? Las tradiciones espirituales plantean que si soltáramos todos aquellos conceptos, imágenes y sentimientos con los cuales nos hemos identificado nos encontraríamos con nuestra identidad más profunda, aquella a la cual hemos llamado Esencia Espiri­tual o Alma.

Si en lo profundo de nosotros expe­rimentáramos que: pensamos, pero no Somos nuestros pensamientos; sentimos, pero no Somos nuestras emociones; actuamos a través del cuerpo, pero que no Somos el cuerpo; que la mente, la emoción y el cuerpo son vehículos del Ser, pero no el Ser, tendríamos la cer­teza de que lo que realmente somos es Espíritu Puro, sin límites, sin definiciones y que lo único que podríamos decir de nosotros es “Yo Soy”.

Si hacemos la práctica de aquietarnos y tomar conciencia de los pensamientos, de las emociones y el cuerpo, podremos darnos cuenta que hay una dimensión más pro­funda en nosotros que puede observarlos, y que por tanto hay algo más allá de ellos, y experimentar que a pesar de no Ser la mente ni el cuerpo, tenemos una clara Conciencia de existir, de Ser una Conciencia Pura y luminosa, más allá del tiempo y del espacio, sin cargas, ni lími­tes, ni edad, ni raza, ni nacionalidad, ni dramas, ni circunstancias limitantes.

Qué bien nos haría acudir a aquella fuente de Agua de Vida que guarda la certeza de que Somos y de que todas las vestiduras que nos ponemos y con que a menudo vamos complicando la vida, son eso, trajes que se pueden poner y sacar.

Qué maravilla sería poder sacarnos los rencores enquistados y que creemos que son parte de nosotros, o dejar atrás los miedos, o la baja autoestima, o las formas de relacionarnos que nos hacen daño, o esas experiencias que hemos asentado en nosotros mismos como traumas que no nos dejan vivir.

Qué maravilla sería poder morir a todo aquello que nos limita, que nos pesa y que no nos permite expresar la Luz y po­tencia del Alma.

Qué liberador sería poder transitar por las etapas de la vida nutriéndonos de la riqueza y experiencia que nos dejan sin quedarnos apegadas a ellas, sino en­tendiendo que son oportunidades diversas para expresar al Ser.

Cuánto dolor dejaríamos atrás si dejáramos de definir lo que Somos por los roles, funciones o relaciones que vamos asumiendo en la vida.

Tener claro que no Somos mamás o papás, o parejas de al­guien, o gerentes, o empleados, que esos son guiones y formas de relación a través de los cuales se manifiesta el Ser, y que por tanto pueden terminar sin que dejemos de existir.

Desde este punto de vista, morir el pequeño yo egocéntrico, neurótico, dependiente o manipulador, sería entonces una bendición y de eso se trata en el proceso espiritual, de morir para renacer a nuestra identidad esencial.




Desde este punto de vista nuestro drama no es la muerte, sino el no poder morir a aquello que nos condiciona y nos aprisiona para renacer a la Luz que hemos ocultado tanto tiempo. 



"MORIR PARA RENACER" (p. 57)