Toda tu vida no es más que un sueño. Vives inmerso en una fantasía en la que todo lo que sabes sobre ti mismo sólo es verdad para ti. Tu verdad no es la verdad de nadie más y eso incluye a tus propios hijos o a tus propios padres. Piensa, sencillamente, en lo que tú crees acerca de ti mismo y en lo que tu madre cree de ti. Ella dice conocerte muy bien, pero en realidad no tiene ni idea de quién eres. Tú sabes que no lo sabe. Por otro lado, tú puedes creer que conoces a tu madre muy bien, pero no tienes ni idea de quién es realmente. En su mente guarda todas esas fantasías que nunca compartió con nadie. No tienes la menor idea de lo que hay en su mente. Si analizas tu propia vida e intentas recordar lo que hacías cuando tenías once o doce años, comprobarás que a duras penas recuerdas más del cinco por ciento de las cosas que has hecho. Rememorarás las más importantes, por supuesto, cosas como tu nombre, porque es algo que se repite constantemente. Pero, en ocasiones, hasta te olvidas del nombre de tus hijos o del de tus amigos. Eso ocurre porque tu vida se compone de sueños: una infinidad de pequeños sueños que cambian constantemente.
Los sueños tienden a disolverse, y por esa razón, olvidamos con tanta facilidad. Todo ser humano tiene un sueño personal de la vida y ese sueño es completamente diferente del sueño de cualquier otra persona. Soñamos en concordancia con todas las creencias que tenemos y modificamos nuestro sueño según sea nuestra manera de juzgar, según sean nuestras heridas. A eso se debe que los sueños nunca sean iguales para dos personas. En una relación podemos fingir que somos iguales, que pensamos de la misma manera, que sentimos lo mismo, que soñamos lo mismo, pero eso es del todo imposible. Hay dos soñadores con dos sueños. Cada soñador soñará su sueño a su manera. Este es el motivo por el que necesitamos aceptar las diferencias que existen entre dos soñadores; necesitamos respetar el sueño de cada uno.
MIGUEL RUIZ
LA MAESTRÍA DEL AMOR