martes, 7 de diciembre de 2010

Elijamos crecer (ser) en valores.



Mucha gente está perdida, como sin rumbo. Dormida. Desencantada. Y lo más extraño es que, aun así, viven apurados y dicen no tener tiempo. Otras personas viven vacías. No sonríen y llevan un gesto adusto. Incluso hacen lo que no quieren. Consumiendo información pero sin poder discernir. Sin criterio. Sin ver que los demás son otra versión de uno mismo. Dedicados al puro parloteo, exteriorizado o mental. Viven del chisme. Viven con miedo y con desconfianza; con pánico al silencio. Rotulando. Imponiéndose las pautas sociales, siendo y haciendo lo que los demás esperan, sin saber quiénes son. Autómatas.
Parece enarbolarse una vida light, ligera, liviana, de cumplimiento pero sin compromiso. Ni con uno, ni con nadie, ni con nada. Se imponen valores relativos, en los que la libertad implica sólo hacer lo que uno quiere. Y lo peor es que creemos que hacemos lo que queremos.
 Puede que sea consecuencia de haber confundido educación con instrucción. De haber engordado nuestra rigidez. O del apogeo de la incoherencia: pensar y sentir lo que no se hace, cuando, como se ha afirmado, “enseñamos lo que sabemos, pero contagiamos lo que vivimos” (Roberto Pérez).
 En nuestra perspectiva, estos parecen ser síntomas de una cultura enferma. Se ha dicho que la cultura es el sostén de la vida de un pueblo. Una cultura sana supone el ser cualitativo de un pueblo.
 ¿Cuándo una cultura está enferma? Cuando el tiempo no alcanza sin saber adónde vamos. Cuando siempre nos falta algo o miramos sólo lo que no tenemos. Cuando nos volvemos adictos, y no sólo al alcohol y a las drogas, sino también al trabajo, a los hijos, al placer, al sexo, a la diversión, y lo hacemos para  menguar el vacío en el interior. Nos coartamos la libertad y vivimos pendientes del exterior, buscando afuera lo que, en realidad, está dentro de cada uno.
Una cultura está enferma cuando la cantidad se prioriza sobre la calidad. En los pueblos antiguos, cuando la cantidad estuvo en función de la calidad hubo apogeo. Si fue al revés, hubo decadencia.
Una cultura está enferma cuando se hace culto a la apariencia, cuando lo importante es el envase y el contenido pasa a segundo plano. Cuando se privilegian el pertenecer, el poseer y el poder. Cuando la resignación hace su apogeo. Sobresalen altos índices de corrupción y pobres políticas para revertirlos y casi nulas respuestas judiciales.
Una cultura enferma tiene en esencia una arraigada crisis de valores.
Reconocernos como cultura enferma es un paso imprescindible en la cura. Luego comienza un lento trabajo colectivo de trasformación. De educarnos. Pero educarnos no es instruirnos, tal como se hace en los colegios o universidades. Educar, en el término que aquí usamos, es aprender “a discernir” sobre el buen uso de la libertad y de la vida, para que ese manejo nos lleve a la plenitud como personas. Educarnos es formar conciencia; tomar conciencia; tener conciencia. No es capacitarse. 
Por tanto, si nuestra cultura vive en una crisis de valores, deberíamos reconocernos y comenzar a transformar esa realidad de manera colectiva, sabiendo que el camino no es la instrucción sino la educación.
Una primera idea que debería surgir de esa formación es que para sembrar valores, no debemos limitarnos a las normas. Las normas se cumplen. Y aquí no se trata de cumplir sino de “comprometerse” con uno mismo y con los demás. Las mayores utilidades que brinda la siembra de valores se dan a través de las actitudes de vida y no del cumplimiento. En otras palabras, de lo que se trata es de atraer por encantamiento y por ejemplaridad.
Educar en valores no es señalar la importancia de la vida, sino enseñar a tomar conciencia de la vida.
Una educación en valores debería priorizar lo afectivo, capacitando en dar y recibir amor, rescatando lo esencial del agradecimiento, destacando lo esencial de las leyes espirituales, y lo imperioso que es mostrar afecto, sabiendo que la palabra bien empleada es fuente de creación de nuestras experiencias y puente de comunicación: te quiero, te necesito, ayudame en esto, necesito hablar con vos, perdón, tengo miedo, me equivoqué (sabiendo que en cada fracaso nace una oportunidad).
La honestidad y la honradez son valores. También lo es la salud, la fidelidad a uno mismo y a los demás; la generosidad, el desapego y la aceptación (que no es resignación); la confianza y la armonía; la tolerancia y el servicio.
Una sociedad que conoce la importancia de los valores, sabe que representan una tierra sólida y de afianzamiento para el progreso social, político y económico. De otra manera, sería como construir sobre terrenos mallinosos, en los que una simple tormenta abriría grietas, haciendo estragos. Y aunque puedan colocarse parches, aun las edificaciones que se muestren más sólidas se desmoronarán.
 Necesitamos formadores de conciencia para que se aprenda a discernir y a distinguir lo accesorio de lo principal. A nutrir un espíritu crítico que se permita tener y revisar ideas y alimentar la reacción. Formadores para transformar este camino primitivo por el que transitamos.
Elijamos crecer (ser) en valores, sabiendo que no somos ni un tener humano, ni un hacer humano. En todo caso somos un SER  humano.

DONCA
http://conciencia-donca.blogspot.com/